UNA CITA EN EL CEMENTERIO

Mural de un instituto en Loja, Ecuador

En aquella lejana época de nuestra recatada ciudad colonial cuando todos temblaban ante la sola idea de muertos resucitados, diablos y fantasmas, no faltó un joven que debido a que mucho había viajado y mucho había leído tenía pleno convencimiento de que no había nada más allá de la muerte y todo lo demás sólo era un invento de la imaginación popular.

Y era el caso que ese joven, llamado Gustavo, no solamente se guardaba para si tales ideas sino que trataba de inculcarlas en la mente de los demás y especialmente de la gente joven que frecuentaba con él los altos círculos sociales. De allí que no resultase raro que durante las noches después de libar algunas copas en una cantina o luego de una reunión de amigos en una casa particular Gustavo siempre invitaba a sus acompañantes a dar una vuelta por el cementerio para demostrarles así que no había razón para tener miedo a los muertos porque ellos nunca se levantan de sus tumbas ni tampoco era verdad que el diablo anduviera merodeando por allí.

Para no dar la impresión de cobardes los amigos de Gustavo aceptaban tan extrañas invitaciones, pero siempre lo hacían en grupo a fin de infundirse unos a otros el valor necesario para ir tranquilamente a pasear delante o dentro del cementerio a altas horas de la noche

En ese estado de cosas transcurrieron algunos meses desde que llegó a Loja aquel joven que había viajado a Paris en sus años de adolescente acompañando a un familiar que fue a patentar un instrumento musical y luego de que le robaron el invento no quiso regresar inmediatamente para eludir la mofa de la gente y se quedó allá ingeniándose de la mejor manera no solamente para sobrevivir sino para viajar y conseguir una sólida auto educación. Por eso tenía una conversación amena, finos modales y en general un aire de seguridad y aplomo que terminó por convencer a sus amigos y llego el día en que ellos también iban con relativa naturalidad a pasear delante del cementerio e inclusive entraban a visitar las tumbas a petición del excéntrico joven que no creía en el más allá.

De allí que cierto día sus amigos resolvieron gastarle una pesada broma a quien proclamaba que no tenía miedo a los muertos y aseguraba que no había nada después de la muerte: le propusieron a Gustavo que visitara el cementerio a las doce de la noche (24hs) cuando ya no hubiera peligro de testigos inoportunos y removiera la tierra que cubría la tumba de un hombre muerto en pecado dos días antes y de quien se decía que no estaba dentro del ataúd porque el diablo se lo había llevado en alma y cuerpo aprovechando de un descuido de los familiares que lo dejaron solo durante la velación y por eso tuvieron que meter unos adobes dentro de la caja mortuoria para fingir la ceremonia del entierro.

Esas son pamplinas decía Gustavo con desprecio y agregaba: ¡Son verdaderas farsas para engañar al pueblo! ¡Son ardides para obligar a la gente ingenua que se porte bien ante el temor al diablo, al infierno y todas esas payasadas que sólo sirven para subyugar las conciencias!

Pues bien un día dijeron sus amigos ha llegado el momento de que nos demuestres con hechos lo que afirmas con tanto convencimiento…

Está bien digan ustedes lo que debo hacer y tengan la seguridad de que lo haré.

Dicen que aquel hombre muerto hace dos días en pecado mortal pues fue asesinado al sorprenderlo en flagrante adulterio se lo llevó el diablo en alma y cuerpo la misma noche del velorio aprovechando el descuido de familiares y amigos que dejaron solo al cadáver en horas de la madrugada.

Eso no es verdad ¡Son mentiras inventadas para amedrentar a la gente!

Pues bien eso es lo que queremos que nos demuestres tú.

Está bien, ya lo dije antes. Ahora digan ustedes qué es lo que debo hacer.

Verás dicen que aquel muerto fue reemplazado por unos adobes que pusieron en el ataúd, de modo que tú irás mañana al cementerio a las doce de la noche y luego de abrir la tumba y la caja mortuoria, comprobarás si el muerto se encuentra allí o no.

¡Perfectamente comprendido! No tengo el menor recelo y peor aún miedo de hacerlo. Pero... ¿Cómo podrán ustedes comprobar si he cumplido la tarea que me han señalado y se he constatado la presencia del muerto dentro del ataúd? Pues podría simplemente hacer acto de presencia en el cementerio y luego venir a decirles a ustedes que allí está, como puedo asegurarlo de antemano, pero en realidad a mi me interesa demostrarlo y a ustedes también.

Pues claro de otra manera no tendría valor.

Así que tú no irás solo, sino acompañado por uno de nosotros, quien comprobará todo lo que tú hagas y especialmente si encuentras o no al muerto dentro del ataúd.

¡Aceptado! Elijan ustedes al que me acompañará y mañana nos encontraremos a las doce de la noche en la puerta del cementerio.

De acuerdo al plan que se habían trazado los amigos de Gustavo, el compañero elegido fue Carlos y acto seguido se despidieron no sin antes fijar el lugar y la hora en que se reunirían al día siguiente antes de acudir a la cita en el cementerio.

Después de medio día el cielo comenzó a cubrirse de negros nubarrones y luego empezó a caer una ligera llovizna que se mantuvo toda la tarde e inclusive la noche. Por eso la difícil tarea que se habían impuesto aquellos jóvenes para comprobar hasta donde llegaba el desprecio de uno de ellos hacia los tradicionales temores a los muertos, al diablo y a los fantasmas, se ponía mucho más trágica de lo previsto. Sin embargo nadie podía volverse atrás: el retado se mantenía más firme que nunca frente al desafío y a los retadores aunque sea temblando de miedo no les quedaba otro remedio que seguir adelante.

Con excepción de Gustavo, el grupo de amigos se reunió a las siete de la noche en una cantina del barrio de San Agustín y comenzaron a libar apresuradamente no sólo para entrar en calor debido a la crudeza del frío que les llegaba hasta los huesos sino para infundirse el coraje que tanto necesitaban para llevar a efecto aquel siniestro plan. Carlos se mostraba más nervioso que todos los demás y trataba de beber más de lo acostumbrado, pero sus amigos lo detenían diciéndole:

Cálmate si no quieres echarlo todo a perder ¡Nadie te obligó a nada! tú mismo nos pediste que te eligiéramos para acompañar al fanfarrón de Gustavo y verle la cara que pondrá al momento preciso… Así que no vengas ahora a ponerte nervioso ni mucho menos… ¡Deja que él lo haga todo y al último…, bueno… ya tú sabes!

Embozados en largas capas que les llegaban hasta los tobillos y que por su gran amplitud podían cruzárselas sobre un hombro escondiendo buena parte del rostro, a las doce de la noche llegó el grupo de amigos a la puerta del cementerio y allí encontraron a Gustavo, quién ya había estad esperándolos. De acuerdo a la usanza de la época, Gustavo también llevaba amplia capa negra sobre su traje gris e igualmente se la había cruzado sobre el hombro para ocultar la parte inferior del rostro, mientras que la superior estaba semi oculta bajo el ala de su fino sombrero de fieltro. Debajo de la capa había llevado ocultos una pala y un azadón, herramientas indispensables para cumplir su cometido.

¡Manos a la obra! dijo Gustavo lleno de entusiasmo, tan pronto se acercó en grupo de amigos.

¡A la carga! respondieron ellos con fingida alegría y lo empujaron a Carlos para que se sitúe junto a Gustavo, luego de lo cual se internaron en el cementerio los dos osados jóvenes mientras que los demás permanecieron en la puerta, atentos y vigilantes.

Habiendo localizado con anticipación la tumba deseada, no les fue difícil reconocerla en la obscuridad, de modo que rápidamente Gustavo retiró la tosca cruz de madera y comenzó a cavar la tierra mientras Carlos permanecía a su lado haciendo grandes esfuerzos para que no le castañetearan los dientes más por el miedo que por el frío de la noche

¡Ayúdame a sacar la tierra con la pala mientras yo sigo cavando con el azadón! Le pidió Gustavo.

¡Está bien! contestó Carlos y ambos comenzaron a trabajar frenéticamente de modo que pronto dieron con el pobre cajón de madera que había estado a escaso medio metro de profundidad.

Muy seguro de lo que hacía Gustavo levantó la tapa del ataúd y efectivamente allí estaba el muerto, tal como lo había previsto. Una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro y le dijo a Carlos.

¿Te fijas…? Quizá ahora se convenzan de que no hay diablo y los muertos jamás se mueven de donde los dejan.

Lleno de orgullo por haber ganado la apuesta volvió a clavar la tapa del ataúd y él sólo manejó la pala para devolver la removida tierra al puesto en que estuvo antes. Sólo al momento de colocar la cruz de madera en su sitio, rápidamente se agacho Carlos y pidió que le permita hacerlo.

Siguiendo el plan previsto por el grupo de amigos y aprovechando que se hallaban de rodillas en el piso. Carlos enredó la punta de la capa de Gustavo en el extremo inferior de la cruz y así la clavó en la tierra de modo que cuando se pusieron de pie Gustavo sintió que le halaban la capa desde el fondo de la tumba y dando un terrible alarido cayó al piso arrojando espuma por la boca.

Al oír el grito de Gustavo soltaron la carcajada los amigos que se hallaban en la puerta del cementerio y corrieron adentro para celebrar con risas el éxito de su plan, pero fue terrible su sorpresa cuando encontraron exánime a Gustavo mientras que Carlos no atinaba a hablar ni a dar un solo paso.

A los dos amigos tuvieron que sacarlos en brazos y correr donde un médico que felizmente pudo salvarlos, a Carlos con menos dificultad que a Gustavo, pues éste último se lesionó seriamente el corazón y fue tal el impacto que este acontecimiento causó en su ánimo que nunca más volvió a reír y peor aún a mofarse del generalizado temor a los muertos, al diablo y a los fantasmas.


Fuente: Loja de Ayer; Relatos, Cuentos y Tradiciones de Teresa Mora de Valdivieso.
Loja, Ecuador
http://www.vivaloja.com/content/view/255/54/
Imagen
fluyendofluyelafluidez.blogspot.com

NALLADIGUA




Nalladigua es un árbol imaginario. Según la creencia de los mocovíes, las almas subían por sus ramas hasta el piguem —el cielo—, donde se encontraba su dios Cotaá. Esta leyenda cuenta cómo perdieron ese privilegio.

Dicen que, un día, una anciana iba caminando por el monte. Estaba cansada, débil, tenía hambre y sed. Caminó y caminó hasta que encontró la toldería mocoví, se acercó y les pidió ayuda.

El cacique de la tribu se la negó porque ella pertenecía a una tribu enemiga y, sin compasión, le dijo que se fuera.

La anciana volvió otra vez al monte, lamentándose.

El dios Cotaá observaba todo desde las alturas y no le gustó nada la cruel actitud del cacique. Entonces, decidió convertir a la anciana en un capibara, un carpincho con grandes y fuertes dientes. Luego, le dijo que volviera al monte cercano a la toldería, en donde había un nalladigua, un árbol muy alto y robusto, y royera su base.

Durante toda la noche, los dientes filosos del capibara royeron y gastaron el tronco, capa por capa, hasta quebrarlo. Por la mañana, los mocovíes encontraron el árbol caído.

Desde entonces, las almas de los mocovíes no pueden utilizar el árbol para llegar al cielo, al lado de su dios Cotaá.


Recopilación: Laura Roldán
Imagen: María Ximena Carreira
El relato pertenece al libro “El árbol de sal. Leyendas mocovíes”, en preparación.

LA LEYENDA DE LOS VOLCANES...

Popocatépetl – Altitud: 5,452 m (México, Morelos y Puebla).
Aún activo, se alza en la cordillera Neovolcánica, al sureste de la ciudad de México. Constituye la segunda mayor elevación del país.
En una de sus laderas, pobladas por bosques de coníferas, se encuentra un cráter adventicio, conocido como el pico del Ventorrillo.
Su cima, cubierta por nieves perpetuas, fue coronada por primera vez en 1520, por una expedición al mando de Diego de Ordás.

POPOCATÉPETL E IZTACCÍHUATL


Al morir Citlali, los sacerdotes deciden: “debe ser enterrada en las faldas del Iztaccíhuatl”.

“¿Por qué abuela?” Pregunta Xóchitl, la más pequeña de las hermanas de Citlali.

Brota la cascada respuesta; “Únicamente las doncellas que mueren de amor pueden aspirar a descansar en las orillas de la mujer dormida. Tu hermana al enterarse de la muerte de su prometido en la guerra, no soportó la vida, se marchitó ansiando reunirse con él, los dioses se apiadaron de ella. Es una honra a su fidelidad. Esta costumbre viene de una historia que sucedió hace muchos años”.

“Cuéntamela, en lo que preparan las exequias”.

Ya se sabe que las abuelas no se pueden resistir al pedimento de una nieta. Para no interrumpir la solemnidad de las ceremonias fúnebres, la anciana sale de la casa, en una banca desde donde se divisan los volcanes que custodian la laguna, comienza su historia.

Xochiquetzal juró amor eterno al guerrero más apuesto y orgulloso, flor del ejército mexica que partía rumbo a la guerra contra los zapotecas. Guerra sin tiempo ni final que los mexicanos debían enfrentar para el engrandecimiento del imperio. Xochiquetzal hermosa y desconsolada quedó en espera de la victoria y del regreso de su hombre.

No hubo noticia de la anhelada aniquilación del enemigo. La lejanía del señorío zapoteca. La fiereza de la defensa y la bravura de sus hombres sumían en gran mortificación a Xochiquétzal, que no obstante, recibía la adulación y el cortejo de aquéllos que no habían partido a luchar. Sobre todo de un tlaxcalteca que se había avecindado en la Ciudad cuando hicieron falta brazos masculinos para el trabajo cotidiano.

Fue este mismo pretendiente quien llevó la noticia de la muerte de su amado. Rotos los vínculos de amor que la ataban de por vida a su juramento. Xochiquétzal se sumió en desconsoladora tristeza que nada podía apaciguar. La indolencia se apoderó de ella. Todo le daba igual. La distraían de vez en cuando los floridos halagos, los continuos regalos de que era objeto por parte de su pretendido enamorado. Ante el pedimento de boda que frente a sus padres hizo el suplicante tlaxcalteca, aceptó a sabiendas de que era como enterrarse en vida. Después del anudamiento de las tilmas empezó su melancólica existencia al lado de su marido. No volvió a sonreír.

Los guerreros aztecas regresaron derrotados, avergonzados, tristes, vencidos. Excepto uno, que a pesar del fracaso conservaba la dignidad de su raza.

Las mujeres escondían a sus hijos para llorar, menos Xochiquétzal que miraba sin inmutarse al ejército rendido. Sin embargo, cuando la mirada del único guerrero que marchaba con orgullo por las calles de la Ciudad se posó sobre ella, sintió morir. Él era el hombre al que había jurado amor eterno.

Furiosa y llena de odio insultó al Tlaxcalteca con el que se había casado, lo acusó de vil y mentiroso por inventar la muerte del hombre al que amaba. Huyó por el borde del lago de Texcoco con su marido tras ella. El guerrero los siguió y enfrentó a su rival. Después de luchar, el tlaxcalteca herido se evadió a su país.

Después del enfrentamiento buscó a su amada, la halló muerta. No quiso seguir viva después de ser mujer de otro a quien no le había jurado fidelidad eterna. Él lloró, cortó flores, cubrió con ellas el cuerpo de Xochiquétzal, trajo un incensario en el que quemó copal. Lloró el Zenzontle (pájaro de cuatrocientas voces). Apareció Tlahuelpoch, mensajero de la muerte. La tierra se sacudió en temblores, las nubes llenaron de penumbra a los cielos, el miedo se apoderó de los habitantes del Anáhuac.

Al amanecer habían surgido en el valle dos montañas nevadas. Una, con la forma de una mujer recostada, cubierta de flores blancas. Otra, alta e impresionante, como un guerrero azteca hincado a sus pies.

Se dice que el Tlaxcalteca murió cerca de su tierra. Convertido en volcán le llamaron Poyautecatl, que quiere decir señor crepuscular, y después Citlatepetl o cerro de la estrella. Su obligación y penitencia es observar de lejos a los amantes, que nunca podrá separar.

“¿Abuela, si muero de amor, me enterrarán en las faldas de Iztaccíhuatl?”

La anciana recarga a la niña en su regazo pronunciando un conjuro que la aleje de la desgracia del amor que no se consuma.

Imagen
planetacurioso.com

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/05/popocatepetl-e-iztaccihuatl.html

POEMA DE GILGAMESH (fragmento)

Figura de Gilgamesh del palacio de Sargon II
(Museo del Louvre).


El poema de Gilgamesh corresponde a un mito sumerio elaborado en torno a la figura de un personaje, Gilgamesh de Uruk, convertido en leyenda, pero cuya historicidad es objeto de debate. Su nombre aparece en la lista real sumeria, como rey de la ciudad de Uruk (ca. 2700), en un episodio de rivalidad entre Uruk y Kish, en el marco de los conflictos entre ciudades que caracterizan al período proto-dinástico.

El texto sumerio original se conoce por una serie de tablillas halladas en Nippur y otras ciudades de la Baja Mesopotamia. Con el tiempo, el ciclo épico en torno al personaje se complicó, añadiendo otros episodios que no estaban en el original. También entre los asirios se copió y se completó el poema hasta época de Assurbanipal. El resultado fue una historia en la que el personaje vive diferentes episodios, algunos de ellos muy tardíos: Gilgamesh y Agga de Kish, Gilgamesh y el País de la Vida, La muerte de Humbaba (guardián del Bosque de los Cedros), Enkidu y los infiernos. El episodio del encuentro de Gilgamesh con el héroe del diluvio es un añadido posterior de un mito diferente en origen. (Pilar González-Conde).

Columna VI del texto babilónico.

Las lágrimas corren por la cara de Gilgamesh
(al tiempo que dice):
—« (Voy a recorrer) un camino
por el que nunca he andado.
(Voy a emprender un viaje)
desconocido para mí.
(...) Debiera estar contento,
con el corazón gozoso (...).
(Si triunfo te haré sentar en) un trono.»
Ellos le trajeron su armadura,
(...) poderosas espadas,
el arco y el carcaj,
y se lo pusieron en sus manos.
Él cogió las azuelas,
(...) su temblor,
(el arco) de Anshan;
puso la espada en su cinturón.
Podían comenzar el viaje.
La plebe se apiñaba cerca de Gilgamesh:
(—« ¿Cuánto tiempo estarás ausente de Uruk?)
¡Que puedas regresar pronto a la ciudad!»
Los ancianos le rindieron homenaje
y le dan consejos sobre el viaje:
—«No confíes, Gilgamesh, únicamente en tu fuerza;
marcha con ojo alerta ¡Ten cuidado!
Que Enkidu vaya delante de ti,
pues conoce la ruta, ha recorrido el camino
hasta el desfiladero del bosque de Huwawa.
El que va delante puede proteger a su compañero.
Prepara su viaje y sálvate así con su ayuda.
¡Que Shamash te de la victoria,
que tus ojos puedan ver
lo que tu boca ha anunciado!
Que ante ti el sendero sea llano,
que el camino se abra para que puedas pasar
y que la montaña se abra, también, a tu paso.
¡Que el dios Lugalbanda
durante la noche diga la palabra que te alegre!
¡Que no se aleje de ti, para que tu deseo se cumpla!
¡Que él restablezca tu fama como la de un joven héroe!
Después que haya muerto Huwawa, acción en la que te vas a esforzar,
¡lávate tus pies!
En tus horas de reposo nocturno, cava un pozo
para que puedas tener agua pura en tu odre.
Ofrece en honor de Shamash libaciones de agua fresca.
¡Que el dios Lugalbanda pueda guardarte tus intenciones!»
Enkidu abrió la boca y dijo a Gilgamesh:
—«Ya que has resuelto batirte, ponte en camino.
Que tu corazón no se asuste; ten confianza en mí.
Confía y sígueme, pues conozco la morada
y también los lugares que frecuenta Huwawa.»
(...)
Cuando los ancianos oyeron estas palabras
dejaron partir afuera al héroe, a su camino:
—«Ve, Gilgamesh, ojalá (...)
¡Ojalá los dioses caminen a tu lado!»


Versión de Federico Lara Peinado, El poema de Gilgamesh,
Editora Nacional, Madrid, 1980, pp. 148-149.

http://bib.cervantesvirtual.com/portal/antigua/mesopotamia_textos.shtml

Imagen
Wikipedia

POR QUÉ LOS MONOS NO HABLAN

El mono dorado ('Cercopithecus mitis kandti') de Ruanda, es otra de las especies que se encuentra en riesgo extinción.

(Foto: CI John Martin)

¿POR QUÉ LOS MONOS NO HABLAN?

En aquellos tiempos remotos en que los animales hablaban, los monos convivían en las aldeas con los hombres y con ellos conversaban.

Pero sucedió un día que los mortales humanos celebraban una gran fiesta; por espacio de una semana tocaron, durante el día, el tam-tam, y bailaban y bebían sin cesar en las noches.

A raudales corría el vino de palma, porque el jefe de la aldea había ordenado poner doscientas tinajas llenas de tan confortable vino en la plaza pública del pueblo.

Todo el mundo había bebido hasta saciarse, pero él, como correspondía a tan poderoso jefe, había bebido mucho más que los otros. Por esto, al despuntar el día, tembláronle las piernas como dos tiernas palmeras, sus ojos distinguían las cosas confusamente y su corazón sentíase inundado en un mar de felicidad.

Sus mujeres le llevaron cuidadosamente al palacio, pero él se negó a quedarse allí y, saliendo de nuevo, encaminóse hacia la aldea de los monos.

Cuando llegó, los monos, riendo y saltando a cual más, se apretujaron a su alrededor; ya uno le daba un tirón al taparrabos, ya otro le arrebataba el gorro; éste le sacaba la lengua, aquél le volvía la espalda o le hacía un gesto desvergonzado de burla. Y así la diversión era mayúscula, siendo el rey el hazmerreír de todos los monos.

El jefe, ya entrado en años, se irritó sobremanera al observar la irrespetuosa conducta de los monos y, montando en cólera, fue a quejarse ante el dios Nzamé.

Éste escuchó atentamente la queja del jefe de los hombres y, queriendo hacer rápida y ejemplar justicia, llamó al jefe de los monos.

Una vez el jefe de los monos estuvo en su presencia, Nzamé le preguntó muy enfadado:

- Dime por qué tu gente ha insultado de modo tan grosero a tu padre, el jefe de los hombres.

El jefe de los monos no supo qué contestar.

Entonces Nzamé dijo con acento severo:

- Desde hoy en adelante, tú y tus hijos serviréis a los hombres, y ellos os castigarán. Así, desde ahora mismo quedáis sometidos a su autoridad.

El jefe de los hombres y el jefe de los monos se marcharon.

Pero cuando el primero ordenó al segundo que fuese a trabajar, el jefe de los monos, a pesar de las órdenes recibidas, contestó con la mayor insolencia:

- ¡Estás soñando! ¿A mí hacerme trabajar? Vamos, que no estás bien de la cabeza.

El jefe de los hombres no insistió. Llegó a la aldea, se acostó y así que hubo descansado, maduró un plan para vengarse de los desvergonzados monos.

En cuanto llegó la fiesta siguiente, ordenó colocar en el centro de la plaza de la aldea centenares de tinajas, llenas de rico vino de palma.

Pero en el vino había mandado echar la hierba que hace dormir.

Advirtió a los suyos que no bebieran de otras tinajas que de aquellas que ostentaban una señal determinada; luego invitó a los monos a la fiesta.

Los simios no podían rehusar honor tan señalado y, en consecuencia, fueron a divertirse y a beber de lo lindo.

Pero, ¡ay!, en cuanto hubieron bebido, todos sintieron invencibles deseos de dormir.

Y quedaron los monos sumidos en un profundo sueño, y el jefe de los hombres ordenó, entonces, que los atasen. Ya todos atados, los hombres empezaron a manejar los látigos.

Los monos, al sentir los latigazos, despertaron al instante, recobrando una agilidad verdaderamente extraordinaria, una agilidad nunca vista. Saltaban y bailaban maravillosamente.

Terminada la memorable paliza, los monos andaban agachados, buscándose los pelos y rascándose.

Entonces el jefe de los hombres ordenó que los señalasen con un hierro ardiente y luego les obligó a hacer los trabajos más penosos de la aldea.
Los monos no tuvieron más remedio que obedecer.

Pero un día, hartos de trabajar y sufrir, desesperados, se presentaron ante el jefe de los hombres para reclamar mejores tratos.

- Perfectamente - contestó el jefe -. Ahora veréis el trato que os doy.

Al punto ordenó a sus guerreros que azotasen a los monos y les cortasen la lengua.

- Así - dijo, terminada la operación ya se han acabado las reclamaciones. ¡Y a trabajar, gandules!

Los monos, indignados, no podían proferir más que unos sonidos inarticulados, pero como en lugar de obtener justicia, habían sido tratados con peor crudeza y menos caridad, decidieron huir a la selva.

Los descendientes de aquellos monos nacieron dotados de lengua, pero como temen que los hombres vuelvan a apoderarse de ellos para hacerles trabajar, no han pronunciado desde entonces una sola palabra.

Saltan y brincan como el día que les dieron de palos y lanzan gritos, muchos gritos, eso sí...

Fin.

Fuente:
Cuentos Populares Africanos narrados a los niños por H. C. Granch
Ed. Molino, Barcelona - 1944

Imagen
animalesdeayerydehoy.blogspot.com

WASSILISSA LA SABIA




Había una vez y no había una vez una joven madre que yacía en su lecho de muerte con el rostro tan pálido como las blancas rosas de cera de la sacristía de la cercana iglesia. Su hijita y su marido permanecían sentados a los pies de la vieja cama de madera, rezando para que Dios la condujera sana y salva al otro mundo.
La madre moribunda llamó a Vasalisa y la niña se arrodilló al lado de ella con sus botas rojas y su delantalito blanco.

—Toma esta muñeca, amor mío —dijo la madre en un susurro, sacando de la colcha de lana una muñequita que, como la propia Vasalisa, llevaba unas botas rojas, un delantal blanco, una falda negra y un chaleco bordado con hilos de colores.

—Presta atención a mis últimas palabras, querida —dijo la madre—. Si alguna vez te extraviaras o necesitaras ayuda, pregúntale a esta muñeca lo que tienes que hacer. Recibirás ayuda. Guarda siempre la muñeca. No le hables a nadie de ella. Dale de comer cuando esté hambrienta. Ésta es mi promesa de madre y mi bendición, querida hija.

Dicho lo cual, el aliento de la madre se hundió en las profundidades de su cuerpo donde recogió su alma y, cuando salió a través de sus labios, la madre murió.

La niña y su padre la lloraron durante mucho tiempo. Pero, como un campo cruelmente arado por la guerra, la vida del padre reverdeció una vez más en los surcos y éste se casó con una viuda que tenía dos hijas. Aunque la madrastra y sus hijas siempre hablaban con cortesía y sonreían como unas señoras, había en sus sonrisas una punta de sarcasmo que el padre de Vasalisa no percibía.

Sin embargo, cuando las tres mujeres se quedaban solas con Vasalisa, la atormentaban, la obligaban a servirlas y la enviaban a cortar leña para que se le estropeara la preciosa piel. La odiaban porque poseía una dulzura que no parecía de este mundo. Y porque era muy guapa. Sus pechos brincaban mientras que los suyos menguaban a causa de su maldad. Vasalisa era servicial y jamás se quejaba mientras que la madrastra y sus hermanastras se peleaban entre sí como las ratas entre los montones de basura por la noche.
Un día la madrastra y las hermanastras ya no pudieron aguantar por más tiempo a Vasalisa.

—Vamos... a... hacer que el fuego se apague y entonces enviaremos a Vasalisa al bosque para que vaya a ver a la bruja Baba Yagá* y le suplique fuego para nuestro hogar. Y, cuando llegue al lugar donde está Baba Yagá, la vieja bruja la matará y se la comerá.

Todas batieron palmas y soltaron unos chillidos semejantes a los de los seres que habitan en las tinieblas.

Así pues aquella tarde, cuando regresó de recoger leña, Vasalisa vio que toda la casa estaba a oscuras. Se preocupó y le preguntó a su madrastra:

— ¿Qué ha ocurrido? ¿Con qué guisaremos? ¿Qué haremos para iluminar la oscuridad?

—Qué estúpida eres —le contestó la madrastra—. Está claro que no tenemos fuego. Y yo no puedo salir al bosque porque soy vieja. Mis hijas tampoco pueden ir porque tienen miedo. Por consiguiente, tú eres la única que puede ir al bosque a ver a Baba Yagá y pedirle carbón para volver a encender la chimenea.
—Muy bien pues, así lo haré —dijo inocentemente Vasalisa.

Y se puso en camino. El bosque estaba cada vez más oscuro y las ramitas que crujían bajo sus pies la asustaban. Introdujo la mano en el profundo bolsillo de su delantal donde guardaba la muñeca que su madre moribunda le había entregado.

Le dio unas palmadas a la muñeca que guardaba en el interior del bolsillo y se dijo:

—Es verdad, el simple hecho de tocar esta muñeca me tranquiliza.

A cada encrucijada del camino, Vasalisa introducía la mano en el bolsillo y consultaba con la muñeca.

—Dime, ¿tengo que ir a la derecha o a la izquierda?

La muñeca le contestaba, "Sí", "No", "Por aquí" o "Por allá". Vasalisa le dio a la muñeca un poco de pan que llevaba y siguió el camino que parecía indicarle la muñeca.

De repente, un hombre vestido de blanco pasó al galope por su lado montado en un caballo blanco e inmediatamente se hizo de día. Más adelante, pasó un hombre vestido de rojo montado en un caballo rojo y salió el sol. Vasalisa prosiguió su camino y, en el momento en que llegaba a la choza de Baba Yagá, pasó un jinete vestido de negro trotando a lomos de un caballo negro y entró en la cabaña de Baba Yagá. Enseguida se hizo de noche. La valla hecha con calaveras y huesos que rodeaba la choza empezó a brillar con un fuego interior, Iluminando todo el claro del bosque con su siniestra luz.

La tal Baba Yagá era una criatura espantosa. Viajaba no en un carruaje o un coche sino en una caldera en forma de almirez que volaba sola. Ella impulsaba el vehículo con un remo en forma de mano de almirez y se pasaba el rato barriendo las huellas que dejaba a su paso con una escoba hecha con el cabello de una persona muerta mucho tiempo atrás.

Y la caldera volaba por el cielo mientras el grasiento cabello de Baba Yagá revoloteaba a su espalda. Su larga barbilla curvada hacia arriba y su larga nariz curvada hacía abajo se juntaban en el centro. Tenía una minúscula perilla blanca y la piel cubierta de verrugas a causa de su trato con los sapos. Sus uñas orladas de negro eran muy gruesas, tenían caballetes como los tejados y estaban tan curvadas que no le permitían cerrar las manos en un puño.

La casa de Baba Yagá era todavía más extraña. Se levantaba sobre unas enormes y escamosas patas de gallina de color amarillo, caminaba sola y a veces daba vueltas y más vueltas como un bailarín extasiado. Los goznes de las puertas y las ventanas estaban hechos con dedos de manos y pies humanos y la cerradura de la puerta de entrada era un hocico de animal lleno de afilados dientes.

Vasalisa consultó con su muñeca y le preguntó:
— ¿Es ésta la casa que buscamos?

Y la muñeca le contestó a su manera:
—Sí, ésta es la casa que buscas.

Antes de que pudiera dar otro paso, Baba Yagá bajó con su caldera y le preguntó a gritos:

— ¿Qué quieres?
La niña se puso a temblar.
—Abuela, vengo por fuego. En mi casa hace mucho frío... mi familia morirá... necesito fuego.

Baba Yagá le replicó:
—Ah, sí, ya te conozco y conozco a tu familia. Eres una niña muy negligente… has dejado que se apagara el fuego. Y eso es una imprudencia. Y, además, ¿qué te hace pensar que yo te daré la llama?

Vasalisa consultó con la muñeca y se apresuró a contestar:
—Porque yo te lo pido.

Baba Yagá ronroneó.
—Tienes mucha suerte porque ésta es la respuesta correcta.

Y Vasalisa pensó que había tenido mucha suerte porque había dado la respuesta correcta.

Baba Yagá la amenazó:

—No te puedo dar el fuego hasta que hayas trabajado para mí. Si me haces estos trabajos, tendrás el fuego. De lo contrario…

—Aquí Vasalisa vio que los ojos de Baba Yagá se convertían de repente en unas rojas brasas—.

De lo contrario, hija mía, morirás.

Baba Yagá entró ruidosamente en su choza, se tendió en la cama y ordenó a Vasalisa que le trajera lo que se estaba cociendo en el horno.
En el horno había comida suficiente para diez personas y la Yagá se la comió toda, dejando tan sólo un pequeño cuscurro y un dedal de sopa para Vasalisa.

—Lávame la ropa, barre el patio, limpia la casa, prepárame la comida, separa el maíz aflublado del maíz bueno y cuida de que todo esté en orden. Regresaré más tarde para inspeccionar tu trabajo. Si no está listo, tú serás mi festín.

Dicho lo cual, Baba Yagá se alejó volando en su caldera, usando la nariz a modo de cataviento y el cabello a modo de vela. Y cayó de nuevo la noche.

Vasalisa recurrió a su muñeca en cuanto la Yagá se hubo ido.

— ¿Qué voy a hacer? ¿Podré cumplir todas estas tareas a tiempo?

La muñeca le aseguró que sí y le dijo que comiera un poco y se fuera a dormir. Vasalisa le dio también un poco de comida a la muñeca y se fue a dormir.

A la mañana siguiente, la muñeca había hecho todo el trabajo y lo único que quedaba por hacer era cocinar la comida. La Yagá regresó por la noche y vio que todo estaba hecho. Satisfecha en cierto modo aunque no del todo porque no podía encontrar ningún fallo, Baba Yagá dijo en tono despectivo:

—Eres una niña muy afortunada.

Después llamó a sus fieles sirvientes para que molieran el maíz e inmediatamente aparecieron tres pares de manos en el aire y empezaron a raspar y triturar el maíz. La paja voló por la casa como una nieve dorada. Al final, se terminó la tarea y Baba Yagá se sentó a comer. Se pasó varias horas comiendo y por la mañana le volvió a ordenar a Vasalisa que limpiara la casa, barriera el patio y lavara la ropa.

Después le mostró un gran montón de tierra que había en el patio.

—En este montón de tierra hay muchas semillas de adormidera, millones de semillas de adormidera. Quiero que por la mañana haya un montón de semillas de adormidera y un montón de tierra separados. ¿Me has entendido?

Vasalisa estuvo casi a punto de desmayarse.

— ¿Cómo voy a poder hacerlo?

Introdujo la mano en el bolsillo y la muñeca le contestó en un susurro: —No te preocupes, yo me encargaré de eso.

Aquella noche Baba Yagá empezó a roncar y se quedó dormida y entonces Vasalisa intentó separar las semillas de adormidera de la tierra. Al cabo de un rato la muñeca le dijo:
—Vete a dormir. Todo irá bien.

Una vez más la muñeca desempeñó todas las tareas y, cuando la vieja regresó a casa, todo estaba hecho. Baba Yagá habló en tono sarcástico con su voz nasal:
— ¡Vaya! Qué suerte has tenido de poder hacer todas estas cosas. Llamó a sus fieles sirvientes y les ordenó que extrajeran aceite de las semillas de adormidera e inmediatamente aparecieron tres pares de manos y lo hicieron.
Mientras la Yagá se manchaba los labios con la grasa del estofado, Vasalisa permaneció de pie en silencio.

— ¿Qué miras? —le espetó Baba Yagá.

— ¿Te puedo hacer unas preguntas, abuela? —dijo Vasalisa.

—Pregunta —replicó la Yagá—, pero recuerda que un exceso de conocimientos puede hacer envejecer prematuramente a una persona.

Vasalisa le preguntó quién era el hombre blanco del caballo blanco.

—Ah —contestó la Yagá con afecto—, el primero es mi Día.

— ¿Y el hombre rojo del caballo rojo?

—Ah, ése es mi Sol Naciente.

— ¿Y el hombre negro del caballo negro?

—Ah, sí, el tercero es mi Noche.

—Comprendo —dijo Vasalisa.

—Vamos niña, ¿no quieres hacerme más preguntas? —dijo la Yagá en tono zalamero.

Vasalisa estaba a punto de preguntarle qué eran los pares de manos que aparecían y desaparecían, pero la muñeca empezó a saltar arriba y abajo en su bolsillo y entonces dijo en su lugar:
—No, abuela. Tal como tú misma has dicho, el saber demasiado puede hacer envejecer prematuramente a una persona.

—Ah —dijo la Yagá, ladeando la cabeza como un pájaro—, tienes una sabiduría impropia de tus años, hija mía. ¿Y cómo es posible que seas así?

—Gracias a la bendición de mi madre —contestó Vasalisa sonriendo.

— ¡¿La bendición?! —Chilló Baba Yagá—. ¡¿La bendición has dicho?!

En esta casa no necesitamos bendiciones. Será mejor que te vayas, hija mía —dijo empujando a Vasalisa hacia la puerta y sacándola a la oscuridad de la noche—.

Mira, hija mía. ¡Toma! —Baba Yagá tornó una de las calaveras de ardientes ojos que formaban la valla de su choza y la colocó en lo alto de un palo—. ¡Toma! Llévate a casa esta calavera con el palo. Eso es el fuego. No digas ni una sola palabra más.

Vete de aquí.

Vasalisa iba a darle las gracias a la Yagá, pero la muñequita de su bolsillo empezó a saltar arriba y abajo y entonces Vasalisa comprendió que tenía que tomar el fuego y emprender su camino.

Corrió a casa a través del oscuro bosque, siguiendo las curvas y las revueltas del camino que le iba indicando la muñeca.

Vasalisa salió del bosque, llevando la calavera que arrojaba fuego a través de los orificios de las orejas, los ojos, la nariz y la boca. De repente, se asustó de su peso y de su siniestra luz y estuvo a punto de arrojarla lejos de sí. Pero la calavera le habló y le dijo que se tranquilizara y siguiera adelante hasta llegar a la casa de su madrastra y sus hermanastras. Y ella así lo hizo.

Mientras Vasalisa se iba acercando a la casa, la madrastra y las hermanastras miraron por la ventana y vieron un extraño resplandor danzando en el bosque.

El resplandor estaba cada vez más cerca y ellas no acertaban a imaginar qué podía ser. La prolongada ausencia de Vasalisa las había inducido a pensar que ésta había muerto y que las alimañas se habían llevado sus huesos y en buena hora.

Vasalisa ya estaba muy cerca de su casa. Cuando la madrastra y las hermanastras vieron que era ella, corrieron a su encuentro, diciéndole que llevaban sin fuego desde que ella se había ido y que, a pesar de que habían intentado repetidamente encender otro, éste siempre se les apagaba.

Vasalisa entró triunfalmente en la casa, pues había sobrevivido al peligroso viaje y había traído el fuego a su hogar. Pero la calavera que estaba contemplando todos los movimientos de las hermanastras y de la madrastra desde lo alto del palo las abrasó y, a la mañana siguiente, el malvado trío se había convertido en unas pavesas.

* En ruso, literalmente, Mujer Hechicera. (N. de la T.)

Clarissa Pinkola Estés
Mujeres Que Corren Con Los Lobos

Rusia, Rumania, los países de la antigua Yugoslavia, Polonia y países bálticos

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LA RAÍZ INDIA DE LIMA

Valle del río Rímac

LA RAÍZ INDIA DE LIMA
Parte III



La extensión del cacicazgo de Lima era, sin embargo, muy corta. No alcanzaba a Carabayllo ni a Surco, que tenían jefes propios, ni al santuario de Pachacamac. Se concentraba al valle de Lima desde el puerto de mar de Maranga, llamado Pitipiti, antecesor del Callao, por el norte, hasta que el camino del Inca entra en el valle de Chillán; por el sur hasta Armendáriz, en que partiría términos con el cacique de Surco, llamado Trianchumbi; y, por el interior, abarcaría, acaso, hasta los caseríos menores de Late, Puruchuco, Pariache y Guamchiguaylas, que ascienden a la sierra.

El área de atracción y de influencia de la aldea india de Lima era, pues, pequeñísima. Su cacique, uno de los más ínfimos régulos del Tahuantinsuyo, y aun el asiento de Lima, era parte de "la provincia de Pachacamac" como lo dice Pizarro en el auto para elegir el sitio de la ciudad. Hernando Pizarro y su hueste de jinetes, que pasaron en enero de 1533 hacia Pachacamac, no hubieran reparado en el cacique rimense si, en ese pueblo cuyo nombre no recordaba el cronista Estete, y en el que acamparon una noche, antes de llegar a Pachacamac, no les saludara, como Epifanía de la ciudad futura, un típico temblor de tierra. "Acaeciános –dice el cronista– una cosa muy donosa antes que llegásemos a él, en un pueblo junto a la mar: que nos tembló la tierra de un recio temblor y los indios que llevábamos, que muchos de ellos se iban tras nosotros a vernos, huyeron aquella noche, de miedo, diciendo que Pachacamac se enojaba, porque íbamos allí y todos habíamos de ser destruídos".

El mito del dios costeño y limeño se aclara así a despecho de antropólogos y lingüistas, como el símbolo de una cosmología popular que diviniza el mayor fenómeno telúrico y lo personifica en Pachacamac –el dios-temblor– como, más tarde, buscaría en el seno de la fe cristiana el auxilio divino, en Taitacha Temblores o en el Señor de los Milagros.

La raíz india de Lima está, pues, en el caserío de Limatambo y Maranga, regido por el Curaca Taulichusco. De él recibe la ciudad hispánica la lección geográfica del valle yunga, el paisaje de la huaca destacando sobre el horizonte marino; la experiencia vital india, expresada en las acequias, triunfo de una técnica agrícola avezada a luchar contra el desierto; el cuadro doméstico de plantas y animales, que el aluvión español modificará sustancialmente; algunas formas de edificación que podrían normar una arquitectura del arenal peruano y el nombre de Lima que tiene "sabor de mujer y de fruta", según Marañón, y que venció con su entraña quechua intrincable, a la denominación barroca de Ciudad de los Reyes.

Es el río Rímac, torrentoso, voluble y desigual, innavegable y huérfano de transportes, desconocedor del papel unificador de los cursos fluviales, camino frustrado, carente de paisaje y de alma, pero obrero silencioso en la fecundación de la tierra y creador oculto de fuerza motriz, el que impone su nombre a la capital indo-hispánica del Sur. Y hay, en la permanencia del nombre, acaso un sino espiritual.

"Rímac –dice el padre Cobo– es participio y significa el que habla, nombre que conviene al río por el ruido que hace con su raudal". Rimani significa en quechua hablar, pero no sencillamente hablar, sino hablar de cierta manera. El habla natural o lenguaje se dice Simi y Runa simi es el lenguaje del hombre. Pero Rimani y sus derivados tienen un significado especial, como rimapayani que significa "hablar mucho, con presteza" o rimacarini, "hablar disparates", o rimacuni, "murmurar" y rima-chipuni, cierta forma de celestinaje. Con lo que el nombre de Rímac encarnaría el destino parlero y murmurador de Lima, la tendencia a la hablilla y a la cháchara y también al ético placer de la conversación.

Lima, ciudad brumosa y desértica, de temblores, de dueñas y doctores, es un don del Rímac y de su dios hablador.


Por Raúl Porras Barrenechea

Fuente:
http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibVirtual/libros/linguistica/legado_quechua/la_raiz.htm

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2011/01/la-raiz-india-de-lima.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2011/01/la-raiz-india-de-lima_12.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/03/pachacamac.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2008/09/el-milagro-de-salta.html