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NALLADIGUA




Nalladigua es un árbol imaginario. Según la creencia de los mocovíes, las almas subían por sus ramas hasta el piguem —el cielo—, donde se encontraba su dios Cotaá. Esta leyenda cuenta cómo perdieron ese privilegio.

Dicen que, un día, una anciana iba caminando por el monte. Estaba cansada, débil, tenía hambre y sed. Caminó y caminó hasta que encontró la toldería mocoví, se acercó y les pidió ayuda.

El cacique de la tribu se la negó porque ella pertenecía a una tribu enemiga y, sin compasión, le dijo que se fuera.

La anciana volvió otra vez al monte, lamentándose.

El dios Cotaá observaba todo desde las alturas y no le gustó nada la cruel actitud del cacique. Entonces, decidió convertir a la anciana en un capibara, un carpincho con grandes y fuertes dientes. Luego, le dijo que volviera al monte cercano a la toldería, en donde había un nalladigua, un árbol muy alto y robusto, y royera su base.

Durante toda la noche, los dientes filosos del capibara royeron y gastaron el tronco, capa por capa, hasta quebrarlo. Por la mañana, los mocovíes encontraron el árbol caído.

Desde entonces, las almas de los mocovíes no pueden utilizar el árbol para llegar al cielo, al lado de su dios Cotaá.


Recopilación: Laura Roldán
Imagen: María Ximena Carreira
El relato pertenece al libro “El árbol de sal. Leyendas mocovíes”, en preparación.

María Elena Walsh - El Reino del Revés



El Reino del Revés

Letra María Elena Walsh

Me dijeron que en el reino del revés
nada el pájaro y vuela el pez
que los gatos no hacen miau y dicen yes
porque estudian mucho inglés.

[Estribillo]

Vamos a ver como es el reino del revés
vamos a ver como es el reino del revés

Me dijeron que en el reino del revés
nadie baila con los pies
que un ladrón es vigilante y otro es juez
y que uno y dos son tres.

[Estribillo]

Me dijeron que en el reino del revés
cabe un oso en una nuez
que usan barbas y bigotes los bebés
y que un año dura un mes.

[Estribillo]

Me dijeron que en el reino del revés
hay un perro pequinés
que se cae para arriba y una vez
no pudo bajar después.

[Estribillo]

Me dijeron que en el reino del revés
un señor llamado Andrés
tiene 1.530 chimpancés
que si miras no los ves.

[Estribillo]

Me dijeron que en el reino del revés
una araña y un ciempiés
van montados al palacio del marqués
en caballos de ajedrez.

[Estribillo]

El Reino del Revés Maria Elena Walsh

Nuestro tributo a una desafiadora de las limitaciones, compositora, escritora, amiga de los niños, autora, intérprete, nació un 1 de febrero de 1930 en Ramos Mejía, Provincia de Buenos Aires, hoy 10 de Enero de 2011 pasó a acompañarnos a todos los que seguimos teniendo un corazón de niños.

Reseña extraída de Página/12

La artista María Elena Walsh falleció "luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban", según indica el parte emitido desde la Dirección Médica del Sanatorio de la Trinidad.

Los restos de esta figura de la cultura argentina serán velados entre las 17 y las 24 en Lavalle 1547, sede de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (Sadaic), y serán inhumados mañana desde las 11 en el Panteón que la entidad posee en el Cementerio de la Chacarita.

Nacida en Ramos Mejía en 1930, Walsh publicó su primer poema a los 15 años y su primer libro, "Otoño Imperdonable", con 17. Escribió más de 40 libros infantiles y compuso temas que fueron interpretados por algunos de los más populares cantantes iberoamericanos, como Mercedes Sosa o Joan Manuel Serrat.

En la década del '50 se exilió en París con su compatriota Leda Valladares, con quien formó el dúo "Leda y María" y grabó el disco "Le Chant du Monde" ("El canto del mundo"). Durante sus cuatro años en la capital francesa, comenzó a escribir poemas y cuentos para niños, un trabajo que la convirtió en una reconocida figura de las letras infantiles en América Latina.

Entre las décadas de 1960 y 1970 publicó el grueso de su producción infantil, como "El reino del revés" (1965), "Cuentopos de Gulubú" (1966) y "Versos tradicionales para cebollitas" (1967), "Pocopán" (1977), "Manuelita ¿Dónde vas?" (1997) y "Canciones para Mirar" (2000).

En 1985 fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y, en 1990, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la Provincia de Buenos Aires. En 1991 fue galardonada con el Highly Commended del Premio Hans Christian Andersen de la IBBY (International Board on Books for Young People).

UNA NAVIDAD EN EL BOSQUE



Érase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bosque habitado por unos alegres animales. Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada: el nombre del ganador del concurso de teatro, que se encargaría de dirigir la función de Nochebuena.

En aquella época, todas las actividades que realizaban tenían como objetivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. La exhibición de cocina, organizada por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilones, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, la directora del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba la mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba la obra ganadora, que siempre tenía como tema central la amistad.

Cada año, el Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año…

-Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad –dijo el Señor Búho posado en la rama más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más dilación demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra Salvemos el bosque, que podremos ver en Nochebuena.

-Gracias, gracias, es un honor para mí –exclamaba Conejo entre vítores y aplausos.

-Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez darán comienzo las pruebas de selección de actores. Rogamos puntualidad a los interesados –concluyó el Sr. Búho.

Al día siguiente, a la hora convenida, había una considerable cola a la entrada del teatro. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindibles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba con la inestimable ayuda de sus fieles amigas, un girasol y un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.

Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de guardabosque, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol y la Sra. Lince, al lirio.

Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban contentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, dejándose la piel en escena, hasta que hizo su aparición el peor y más temido de los fantasmas: la envidia.

-No sé Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El papel del leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto –dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.

-Sí Búho, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor y proyectar toda la fuerza del personaje. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.

Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto y eso no le gustó nada. Es más, pensó que Búho y Castor lo estaban haciendo a propósito.

El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, daban pasos hacia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando y de que Oso quería boicotear su actuación, estuvo muy arisco.

Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes.

-No entiendo por qué el traje del lirio tiene que ser más bonito que el del girasol. ¿Quién ha elegido el vestuario? No estoy de acuerdo –chillaba Pata.

La tensión en el escenario se podía cortar y desastre no se hizo esperar. Así, durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final, comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió y el árbol se vino abajo.

-Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? –preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Fuera todos de mi vista.

Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así? Era Navidad, había que estar alegre y demostrar que eran amigos.

Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nieve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los animales se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho.

-Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido –sentenció Búho.

-¿Y cómo podemos hacer que vuelva? –preguntó asustada la Sra. Ardilla.

-Oh, no, nos vamos a quedar sin Navidad –sollozó un lobezno.

-Hoy es un día muy triste para nuestro bosque. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra –advirtió Búho.

Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencadenante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir, aunque tímidamente.

-Eh, amigo, lo siento mucho. Estoy arrepentido de mi comportamiento. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error?

-No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mala conducta. Si sirve de algo yo también lo siento. No quería que pasara esto –se lamentó Castor.

La Sra. Lince se acercó a la Sra. Pata, que estaba con sus patitos muy cerca de ella, y le dijo:

-Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela. Somos amigas y nuestros pequeños juegan juntos –exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.

-¡Mirad, está nevando! –gritó con entusiasmo una voz.

-Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. El espíritu de la Navidad ha vuelto –se oyó.

Ese año, la Navidad se vivió con mucha más intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Pero habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar.

Los animales habían ahuyentado la Navidad con su conducta, aunque en ellos mismos residía también el poder de resucitar su alma. Así que para que no se les olvidara nunca aquel susto y a partir de ahora prestaran atención a sus comportamientos con los demás, construyeron un gran cartel de madera que colgaron de una de las ramas del Gran Árbol, en el que se podía leer la siguiente inscripción:

«El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá».


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mentesinkietas.wordpress.com

EL NIÑO QUE LO QUERÍA TODO




Había una vez un niño que se llamaba Jorge, su madre María y el padre Juan.

En el día de los Reyes Magos se pidió más de veinte cosas. Su madre le dijo: Pero tú comprendes que… mira te voy a decir que los Reyes Magos tienen camellos, no camiones, segundo, no te caben en tu habitación, y, tercero, mira otros niños… tú piensa en los otros niños, y no te enfades porque tienes que pedir menos.

El niño se enfadó y se fue a su habitación. Y dice su padre a María: Ay, se quiere pedir casi una tienda entera, y su habitación está llena de juguetes.

María dijo que sí con la cabeza. El niño dijo con la voz baja: Es verdad lo que ha dicho mamá, debo de hacerles caso, soy muy malo.

Llegó la hora de ir al colegio y dijo la profesora: Vamos a ver, Jorge, dinos cuántas cosas has pedido.

Y dijo bajito: Veinticinco. La profesora se calló. Cuando terminó todos se fueron y la señorita le dijo a Jorge que no tenía que pedir tanto.

Cuando sus padres se tuvieron que ir, Jorge cambió inmediatamente la carta, aunque pidió quince cosas. Cuando llegaron sus padres les dijo que había quitado diez cosas de la lista. Los padres pensaron: Bueno, no está mal.

Y dijeron: ¿Y eso lo vas a compartir con tus amigos?

Jorge dijo: No, porque son míos y no los quiero compartir.

Se dieron cuenta de que no tenía ni Belén ni árbol de Navidad.

Y fueron a una tienda, pero se habían agotado. Fueron a todas partes, pero nada.

El niño mientras iba en el coche vio una estrella y rezó esto: Ya sé que no rezo mucho, perdón, pero quiero encontrar un Belén y un árbol de Navidad. De pronto, se les paró el coche, se bajaron, y se les apareció un ángel que dijo a Jorge: Has sido muy bueno en quitar cosas de la lista así que os daré el Belén y el árbol.

Pasaron tres minutos y continuó el ángel: Miren en el maletero y veréis. Mientras el ángel se fue. Juan dijo: ¡Eh, muchas gracias! Pero, ¿qué pasa con el coche?

Y dijo la madre: ¡Anda, si ya funciona! ¡Se ha encendido solo! Y el padre dio las gracias de nuevo.

Por fin llegó el día tan esperado, el día de los Reyes Magos. Cuando Jorge se levantó y fue a ver los regalos que le habían traído, se llevó una gran sorpresa. Le habían traído las veinticinco cosas de la lista.

Enseguida, despertó a sus padres y les dijo que quería repartir sus juguetes con los niños más pobres.

Pasó una semana y el niño trajo a casa a muchos niños pobres. La madre de Jorge hizo el chocolate y pasteles para todos.

Todos fueron muy felices. Y colorín, colorado, este cuento acabado.


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EL CAMPESINO DEMYAN






En cierta aldea, ignoro si hace poco o mucho tiempo, vivía un campesino testarudo y violento, llamado Demyan. Era duro, bronco y colérico y siempre buscaba la ocasión de disgustarse con cualquiera. Imponía su voluntad a puñetazos cuando no bastaban las palabras. Invitaba a un vecino a su casa, y le obligaba a comer, y si el vecino rehusaba un bocado por vergüenza o cortesía, el campesino se disgustaba y le gritaba: "¡En casa ajena obedece al dueño!"

Y un día sucedió que un mocetón entró como convidado a casa de Demyan, y el campesino le puso una mesa llena de exquisitos manjares y de los mejores vinos. El joven comía a dos carrillos y despachaba plato tras plato. El campesino estaba admirado y cuando vio la mesa limpia y las botellas vacías, se quitó la levita y le dijo:

- ¡Quítate la blusa y ponte mi levita! -porque pensaba: "Rehusará y entonces sabrá para qué tengo los puños".

Pero el joven se puso la levita, se la ciñó bien y haciendo una reverencia, dijo:

- ¡Y bien, padrecito! Gracias por el regalo. No me niego a aceptarlo, porque en casa ajena hay que obedecer al dueño.

El campesino estaba furioso. Deseaba provocar una pendencia a toda costa y con tal objeto condujo al mozo al establo y le dijo:

- Nada es poco para ti. ¡Ea, monta en mi caballo y llévaselo como si fuera tuyo! -porque pensaba: "Rehusará y habrá llegado el momento de darle una lección".

Pero el joven volvió a decir:

- ¡En casa ajena hay que obedecer siempre al dueño!

Y cuando estuvo bien montado, se volvió al campesino Demyan y gritó:
- ¡Hasta la vista, amigo! ¡Nadie te ha obligado, pero has caído en tu misma trampa! -Y dicho esto, salió galopando.

El campesino se quedó moviendo la cabeza y dijo: "La guadaña ha dado contra una piedra", con lo que quería decir que había hallado por fin la horma de su zapato.

Alekandr Nikoalevich Afanasiev, folclorista ruso del siglo XIX.
Fuente: http://jk-cuentos-populares.blogspot.com/2010/05/verlioka-cuento-ruso.html

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EL CASTILLO DE IRÁS Y NO VOLVERÁS


Erase una vez un pobre pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos y sin más bienes materiales que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.

Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los aparejos de pescar.

A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una terrible tempestad. Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar. Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.

Finalmente el pescador consiguió sacar la red del agua, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata. Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta. De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz muy dulce, extraordinariamente armoniosa y musical:

- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!

- ¿Qué dices, desventurado? – preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que oía.

- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!

- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; yo llevo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿y quieres que te tire al agua?

- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego…

- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?

- Pues si me comes – prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.

- Menos mal que me pides algo que puedo hacer… Te prometo cumplir fielmente tu solicitud. Y se marchó, contento de su suerte, camino del hogar.

A pesar de ser un pececillo tan chiquito, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como había prometido, las espinas en la puerta de su choza.

Por la mañana, cuando Miguel, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.

El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del perro, emprendió la marcha sin rumbo fijo.

Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo los bosques, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.

- Párate o eres hombre muerto, – rugió el león. Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre… ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande…? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva… La liebre me corresponde por derecho propio… ¿No lo crees así?

La paloma habló entonces y dijo, arrullando:

- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida… Me corresponde a mí, por haberla visto morir.

La pulga, a su vez, exclamó:

- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre! No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas… ¡La liebre es mía!

Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguel no hubiese mediado.

- Amiga pulga – dijo – ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?

Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima. Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquel despojos. Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.

- Veo que eres realmente el rey de la creación – exclamó, con su más dulce rugido – pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.

Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguel, diciéndole:

- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: “¡Dios me valga, león!”, te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: “¡Dios me valga, hombre!” Se marchó el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.

La paloma, para no ser menos, se arrancó una pluma y dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: “¡Dios me valga, paloma!” Y agitando las alas, se remontó por el aire.

- Yo no tengo plumas ni pelos – dijo la pulga – pero puedo oírte dondequiera que digas: “¡Dios me valga, pulga!” y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.

Miguel volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos. Preguntó a un pastor que encontró:

- ¿De dónde procede esa luz?

El pastor respondió:

- Ese es el “Castillo de Irás y No Volverás”.

Miguel se dijo:- Iré al “Castillo de Irás y No Volverás”.

Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.

- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el “Castillo de Irás y No Volverás”?

- Libre es el señor caballero de llegar a él – repuso el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.

Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejarse la piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos. Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado “Castillo de Irás y No Volverás”.

De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónice, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas. Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajaritos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.

- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! – decían unas voces.

- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! – repetían otras.

Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: “¡Alto! ¡Alto!”, ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso. Así hasta las mismas puertas del castillo, donde ¡oh desilusión! tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.

¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder! Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía hacer aquella arma minúscula contra esos formidables monstruos?

De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su bolsa la pluma y gritó:

- ¡Dios me valga, paloma! Una fracción de segundo más tarde, Miguel, convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba en el castillo.

Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:

- ¡Dios me valga, hombre! Y recobró en el acto su forma natural. Se encontró en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad. La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un gran apetito, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:

- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!

Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguel, contentísimo, se sentó a la mesa. Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras. Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguel empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.

- Siete días llevo sin dormir – recordó – si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja… Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma. Miguel se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, le despertó un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.

- Será algún pequeño del hada – murmuró, dando media vuelta. Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.

- Esto se pone feo – pensó, Miguel. Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como antes. Pasó a otro y a otro y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos. Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que éste se abrió. Y al abrirse, cayó Miguel por la abertura, a un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.

En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.

- Apuesto doncel – dijo, al verle entrar: - aléjate cuanto antes de este maldito castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te lo suplico.

- ¡No llores, preciosa niña! – exclamó Miguel. – En siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón traga princesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.

- Nada podrás contra el gigante – contestó la princesita. – Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos. El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque entonces no podrías librarte de sus iras.

- Así lo haré – repuso Miguel – mas será para ir al encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, – añadió – prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.

Lo prometió así la Princesa, y Miguel, convertido en paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana. Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban. Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las voces de los pájaros, los árboles y la fuente de plata con que pretendían detenerle. Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa vegetación. Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente. Llamó a la primera casa.

- ¿Qué deseas, hermoso doncel? – le preguntaron.

- Una plaza de pastor, sólo por la comida.

- Eres demasiado apuesto para eso – le contestaron. Y le dieron con la puerta en las narices.

Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.

- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa – dijo tímidamente.

La muchacha, prendida de la donosura de Miguel, fue corriendo a avisar a su padre. Y éste dio a Miguel una plaza de pastor. Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguel al día siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.

- No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor – le advirtió su amo al despedirle – Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.

Pero Miguel hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.

Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña. Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación. Pero Miguel, al conjuro de “¡Dios me valga, león!” se había convertido ya en imponente fiera. Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible. Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza. Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesó el combate y se separaron.

La Serpiente dijo rabiosa:

- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!

Y el león contestó:

- Y si yo tuviese un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

Luego, añadiendo: “¡Dios me valga, pulga!”, desapareció, para recobrar la forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes. A la mañana siguiente, cuando salió Miguel con los rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:

- Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.

- Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle – contestó ella.

Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.

Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:

- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!

Y rugió el león:

- Y si yo tuviera un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

Luego le oyó añadir:

- ¡Dios me valga, pulga! Y desapareció.

La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió Miguel con los rebaños, cada vez más gordo y lustroso, echó a andar la moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos. Y otra vez vio la moza cómo Miguel convertido en león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía. Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron.

Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:

- Si tuviese agua de la ría, ¡Qué pronto, león mío, te mataría!

Y el león, no menos furioso, replicó:

- Si yo tuviera un trozo de pan, una botella de vino y el beso de una doncella, ¡Qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!

En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos. El león comió el pan con presteza, se bebió el vino, y de nuevo embistió, con renovada energía a la Serpiente. Se repitió la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó. Miguel, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.

No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro Miguel en el pueblo, cuando se supo que había dado muerte a la monstruosa serpiente. Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría, quería casarlo a toda costa con su hija. Pero Miguel ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida. Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.

Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella princesa. Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían empezado los preparativos para el gran festín.

Inmediatamente dijo: - ¡Dios me valga, paloma!

Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que sonara la hora para dar principio a la matanza. Se posó en el antepecho del ventanal y exclamó:

- ¡Dios me valga, hombre!

Y en hombre se convirtió. Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de su bolsa el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.

Se oyó un estrépito horroroso, como de millones de truenos que retumbaran al unísono y el “Castillo de Irás y No Volverás” se derrumbó.

De entre sus escombros surgió Miguel dando la mano a la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio. Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por el Gigante, salieron también.

Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima dama, que se casó con el hijo menor del pescador.

- Acabó mi encantamiento – exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.

- Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos inmediatamente a casa de mi padre. Y a palacio fueron.

El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.

Miguel quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.

Y desde entonces vivieron todos felices y contentos.

Como podéis imaginar, a la llegada de la princesa y de Miguel, tanto el pueblo que la quería mucho como el rey, los recibieron tirándoles pétalos de flores, aplausos y banda de música.


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LAS ZAPATILLAS ROJAS




Hace mucho, mucho tiempo, vivía una hermosa niña que se llamaba Karen. Su familia era muy pobre, así que no podía comprarle aquello que ella deseaba por encima de todas las cosas: unas zapatillas de baile de color rojo. Porque lo que más le gustaba a Karen era bailar, cosa que hacía continuamente. A menudo se imaginaba a sí misma como una estrella del baile, recibiendo felicitaciones y admiración de todo el mundo.

Al morir su madre, una atesorada señora acogió a la niña y la cuidó como si fuera hija suya. Cuando llegó el momento de su puesta de largo, la llamó a su presencia:

- Ve y cómprate calzado adecuado para la ocasión – Le dijo su benefactora alargándole el dinero.

Pero Karen, desobedeciendo, y aprovechando que la vieja dama no veía muy bien, encargó a la zapatera un par de zapatos rojos de baile.

El día de la celebración, todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Incluso alguien hizo notar a la anciana mujer que no estaba bien visto que una muchachita empleara ese tono en el calzado.

La mujer, enfadada con Karen por haber desobedecido, la reprendió allí mismo:

- Eso es coquetería y vanidad, Karen, y ninguna de esas cualidades te ayudará nunca.

Sin embargo, la niña aprovechaba cualquier ocasión para lucirlos.

La pobre señora murió al poco tiempo y se organizó el funeral. Como había sido una persona muy buena, llegó gente de todas partes para celebrar el funeral. Cuando Karen se vestía para acudir, vio los zapatos rojos con su charol brillando en la oscuridad. Sabía que no debía hacerlo, pero, sin pensárselo dos veces, cogió las zapatillas encantadas y metió dentro sus piececitos:

-¡Estaré mucho más elegante delante de todo el mundo!- se dijo.

Al entrar en la iglesia, un viejo horrible y barbudo se dirigió a ella:

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! ¿Quieres que te los limpie?- le dijo.

Karen pensó que así los zapatos brillarían más y no hizo caso de lo que la señora siempre le había recomendado sobre el recato en el vestir. El hombre miró fijamente las zapatillas, y con un susurro y un golpe en las suelas les ordenó:

-¡Ajustaos bien cuando bailéis!

Al salir de la iglesia, ¡Cuál sería la sorpresa de Karen al sentir un cosquilleo en los pies! Las zapatillas rojas se pusieron a bailar como poseídas por su propia música. Las gentes del pueblo, extrañadas, vieron como Karen se alejaba bailando por las plazas, los prados y los pastos. Por más que lo intentara, no había forma de soltarse los zapatos: estaban soldados a sus pies, ¡y ya no había manera de saber qué era pie y qué era zapato!

Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. ¡Estaba tan cansada…! y nunca se había sentido tan sola y triste. Lloraba y lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido, en lo ingrata que era su actitud hacia la buena señora y la gente del pueblo que la había ayudado tanto.

- ¡No puedo más!- gimió desesperada -¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque para ello sea necesario que me corten los pies!

Karen se dirigió bailando hacia un pueblo cercano donde vivía un verdugo muy famoso por su pericia con el hacha. Cuando llegó, sin dejar de bailar y con lágrimas en los ojos gritó desde la puerta:

-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando.

-¿Es que no sabes quién soy? ¡Yo corto cabezas!, y ahora siento cómo mi hacha se estremece.- dijo el verdugo.

-¡No me cortes la cabeza -dijo Karen-, porque entonces no podré arrepentirme de mi vanidad! Pero por favor, córtame los pies con los zapatos rojos para que pueda dejar de bailar. Pero cuando la puerta se abrió, la sorpresa de Karen fue mayúscula. El terrible verdugo no era otro que el mendigo limpiabotas que había encantado sus zapatillas rojas.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile!- exclamó -¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar!- dijo guiñando un ojo a la pobre Karen -Déjame verlos más de cerca….

Pero nada más tocar el mendigo los zapatos con sus dedos esqueléticos, las zapatillas rojas se detuvieron y Karen dejó de bailar.

Aprendió la lección, las guardó en una urna de cristal y no pasó un solo día en el que no agradeciera que ya no tuviera que seguir bailando dentro de sus zapatillas rojas.

H. C. Andersen

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LA RANA ZAREVNA



En cierto reino de cierto Imperio vivían un Zar y una Zarina que tenían tres hijos, los tres jóvenes, valerosos y solteros, el menor de los cuales se llamaba Iván.

Un día el Zar les habló y les dijo:

- Queridos hijos, coged cada uno una flecha y un arco, salid en diferentes direcciones y disparadla con toda vuestra fuerza y dondequiera que caiga la flecha, elegid allí vuestra esposa.

El mayor disparó y la flecha fue a parar precisamente al aposento de la hija de un boyardo. La flecha del segundo hermano fue a parar a la casa de un rico comerciante y se quedó clavado en una galería donde se paseaba en aquel momento una hermosa doncella, que era la hija de comerciante. El hermano menor disparó su flecha, que fue a caer a una charca y la cogió una rana que todo el día estaba croando.

El Zarevitz Iván dijo a su padre:

- ¿Cómo quieres qué acepte por esposa a semejante charlatana?
¿Yo casarme con una rana?

- ¡Cásate con ella - replicó su padre,- ese es tu destino!

Los tres hermanos se casaron. El mayor, con la hija del noble, el segundo, con la hija del comerciante y el menor con la rana charlatana. Y el Zar los llamó y les dijo:

- Mañana han de cocerme vuestras esposas pan blanco.

El Zarevitz Iván se retiró de la presencia de su padre tan afligido, que la cabeza, siempre erguida, te caía por debajo de los hombros.

- ¡Croá, croá! ¿Por qué estás tan afligido, Iván el Zarevitz? -preguntó la rana.

- ¡Bien se ve que no has oído las palabras de mi padre el Zar. ¿Cómo no he de estar triste si mi padre y soberano señor quiere que mañana le cuezas pan blanco?
- ¡No te aflijas por tan poca cosa, Zarevitz; acuéstate y duerme, que la almohada es buena consejera!

Hizo que el Zarevitz se acostase y cuando estuvo dormido, se arrancó la piel de rana y se transformó en una doncella de sin igual hermosura. Basilisa Premudraya salió a la galería y gritó con voz penetrante:
- ¡Nodrizas, nodrizas! ¡Venid! ¡Poneos a trabajar y hacedme pan blando y blanco como el que solía comer en casa de mi querido padre!
Cuando se levantó el Zarevitz Iván, al día siguiente, ya estaba el pan hecho y era un pan tan magnífico que ni la lengua puede expresarle ni la fantasía imaginarlo; sólo se puede hablar en un cuento de cómo era. Los repulgos hacían unos dibujos fantásticos y los cuernos de que estaba rodeado representaban castillos con fosos y todo.
El Zar se deshizo en elogios del Zarevitz Iván a causa del pan que le presentó y ordenó a sus tres hijos:

- Vuestras esposas han de fabricarme una alfombra en una noche.

El Zarevitz Iván salió de la presencia de su padre tan afligido que la cabeza, siempre erguida, le caía por debajo de los hombros.

- ¡Croá, croá! ¿Por qué estás tan afligido, Iván el Zarevitz? ¿Te ha dirigido tu padre el Zar palabras de censura?

- ¿Cómo no he de estar triste si mi padre y soberano señor te ordena que le fabriques un tapiz de seda en una noche?

- No te apures por eso, Zarevitz; acuéstate y duerme, que la almohada es una buena consejera.
Hizo que el Zarevitz se acostase y cuando vio que dormía se desprendió de la piel de rana y quedó transformada en una hermosa doncella. Basilisa Premudraya salió a la galería y gritó con voz penetrante:
- ¡Nodrizas, nodrizas! ¡Venid! ¡Poneos a trabajar y tejedme una alfombra de seda como aquellas en que me solía sentar en casa de mi querido padre!

Dicho y hecho. Cuando se levantó el Zarevitz al día siguiente, ya estaba la alfombra lista, y era tan magnífica, que sólo es para decir en cuentos cómo era, más no para imaginarlo ni soñarlo. La alfombra estaba bordada en oro y plata y en los más vivos colores.

El Zar llenó de elogios al Zarevitz Iván a causa de la alfombra, y enseguida ordenó a los tres hijos que al día siguiente compareciesen ante él con sus respectivas esposas.

De nuevo se retiró el Zarevitz Iván de la presencia de su padre tan afligido, que la cabeza, siempre erguida, le caía por debajo de los hombros.

- ¡Croá, croá! ¿Por qué estás tan afligido, Iván el Zarevitz? ¿Te ha dirigido tu padre el Zar palabras de censura?

- ¿Cómo no he de estar triste, si mi padre soberano y señor me ha ordenado que me presente mañana contigo? ¿Qué dirá la gente si te ve?

- No te apures, Zarevitz. Preséntate solo ante tu padre y yo llegaré detrás de ti. Cuando oigas ruido y llamen a la puerta, sólo has de decir: "¡Aquí viene mi querida Ranita, metida en su cestita!"

Y he aquí que los hermanos mayores se presentaron con sus esposas magníficamente ataviadas y se reían del Zarevitz Iván, diciendo:
- Hermano, ¿por qué has venido sin tu mujer? Podías haberla traído en paño de cocina. ¿De dónde sacaste semejante belleza? ¡Sin duda la buscaste por todos los pantanos del país de las hadas!

Y he aquí que se oyó un gran ruido y que llamaban a la puerta con tan recios golpes, que temblaba todo el palacio. Los invitados se asustaron tanto, que dejaron su puesto y no sabían donde meterse; pero el Zarevitz Iván los tranquilizó diciendo:

- ¡No temáis, señores! ¡Eso no es más que mi Ranita que vienen en su cestita!

Y una carroza de oro tirada por seis caballos se detuvo a la entrada del palacio, y de ella bajó Basilisa Premudraya de tan singular belleza, que sólo es para decir en cuentos, pero no para imaginarla ni soñarla. El Zarevitz Iván la cogió de la mano y la condujo a la mesa de bordado mantel. Los convidados empezaron a comer y a divertirse.

Basilisa Premudraya bebía vino pero arrojaba las heces de la copa en el interior de su manga izquierda. También comió cisne asado, pero arrojaba los huesos en el interior de su manga derecha. Las mujeres de los hermanos mayores, que se fijaron en aquellos que creían estratagemas, hicieron lo mismo. Luego cuando Basilisa Premudraya bailó con el Zarevitz Iván, agitó su mano izquierda y apareció un lago; agitó su mano derecha y aparecieron cisnes blancos deslizándose por la superficie del agua.

El Zar y sus huéspedes se quedaron atónitos ante tales maravillas. Después bailaron las mujeres de los hermanos mayores. Agitaron la mano izquierda y todos los invitados quedaron rociados de agua; agitaron la mano derecha y los huesos fueron a dar en los mismos ojos del Zar. Éste se indignó y las arrojó de la corte a cajas destempladas.

Y sucedió que un día el Zarevitz Iván aprovechando una ocasión, salió de casa, encontró la piel de rana y la echó al fuego. Basilisa Premudraya fue a buscar la piel y al no hallarla se apenó en gran manera y, hecha un mar de llanto, fue a ver al Zarevitz y le dijo:

- ¿Qué has hecho, desgraciado Zarevitz Iván? Si hubieras esperado un poco más, hubiese sido tuya para siempre. Pero ahora, ¡adiós! Búscame más allá del país Tres Veces Nueve, en el imperio de Tres Veces Diez, en casa de Koshchei Bezsmertny (el esqueleto inmortal).

Dicho esto se transformó en un cisne blanco y salió volando por la ventana.

El Zarevitz Iván lloró amargamente, se volvió a los cuatro puntos cardinales rogando a Dios que dirigiera sus pasos y por fin emprendió la marcha en una dirección.

Anda que andarás, anda que andarás, sin que importe los días que estuvo andando, encontró por fin un viejo, muy viejo, que le dijo:

- ¡Hola, buen joven! ¿Qué buscas y adónde vas?

El Zarevitz le contó toda su desgracia.

- ¡Ay, Zarevitz Iván! ¿Por qué quemaste aquella piel de rana? ¡No debiste hacerlo! Basilisa Premudraya era más lista y más inteligente que su padre, y éste por envidia la condenó a vivir como una rana por espacio de tres años. Aquí tienes una pelota, tírala y síguela donde vaya.

Iván el Zarevitz dio las gracias al viejo y siguió la pelota. Al pasar por un llano encontró a un oso y pensó:

- ¡Vaya! Mataré a este oso.

Pero el oso le rogó:

- ¡No me mates, Zarevitz! ¡Yo también puedo hacerte algún favor en alguna ocasión!

Siguieron andando y he aquí que venía en su dirección contoneándose un pato. El Zarevitz tendía ya el arco para tirarle, cuando el animal gritó con voz humana:

- ¡No me mates, Zarevitz Iván! ¡Tal vez también yo pueda darte alguna prueba de amistad!

Le tuvo compasión y siguieron adelante, y una liebre cruzó corriendo el camino. El Zarevitz preparó el arco y ya estaba a punto de disparar la flecha cuando la liebre gritó con voz humana:

- ¡No me mates, Zarevitz! ¡Yo también puedo darte alguno prueba de amistad!

Iván el Zarevitz le tuvo compasión y siguieron andando hasta que llegaron al mar, y he aquí que en la arena agonizaba un pez, que suspiró:
- ¡Zarevitz Iván! Compadécete de mí y vuélveme al agua.

El joven echó el pez al agua y siguió andando por la playa. La pelota dando vueltas y más vueltas, llegó por fin ante una mísera choza que se sostenía y giraba sobre unas patas de gallina.

El Zarevitz Iván le dijo:

- ¡Chocita, chocita, ponte como te puso tu madrecita, de cara a mí y de espalda al mar!

Y la chocita dio una vuelta y se puso de cara a él y de espalda al mar.

El Zarevitz entró y se halló en presencia de la Baba Yaga piernas de hueso, echada en la estufa sobre nueve ladrillos y puliéndose los dientes.

- ¡Hola, buen joven! ¿A qué debo el honor de tu visita?

- ¡Calla, bruja! Me llamas buen joven y más valdría que me dieras algo de comer y de beber y me preparases un baño. Luego podrías preguntarme lo que quieras.

La Baba Yaga lo dio de comer y de beber y le preparó un baño, y luego el Zarevitz le dijo que iba en busca de su esposa, Basilisa Premudroyo,

- La conozco- dijo la Baba Yaga.- Ahora está con su padre Koshchei Bezimertny. Es difícil llegar allí y no es fácil arreglar las cuentas a Koshchei. Su muerte depende de la punta de una aguja, la aguja la lleva una liebre, la liebre está en un cofre, el cofre en la cima de un alto roble, y Koshchei guarda el roble como la niña de sus ojos.

Baba Yaga le enseñó entonces en qué parte se hallaba el roble. EI Zarevitz se dirigió adónde le indicó, pero no sabía cómo apoderarse del cofre. De pronto, sin saber cómo, el oso se abrazó al árbol y lo arrancó de cuajo; el cofre cayó y se hizo pedazos; la liebre de un salto se puso en salvo. Pero he aquí que la otra liebre se lanzó tras ella, la cogió y la descuartizó; de dentro de la liebre salió un pato que echó a volar por el aire; pero el otro pato lo persiguió, le dio alcance y lo abatió, y al caer, el pato dejó caer un huevo y éste se perdió en el mar.

El Zarevitz ante aquella irreparable pérdida del huevo lloraba desconsolado, cuando el pez se acercó nadando a la orilla con el huevo en la boca. El joven tomó el huevo, lo rompió, sacó la aguja y rompió la punta. Entonces atacó a Koshchei, que se defendió cuanto pudo, pero por más esfuerzos que hizo no le tocó más que sucumbir.

El Zarevitz Iván se dirigió a casa de Koshchei, cogió a Basilisa Premudraya y se volvió a casa.

Y en adelante vivieron juntos largos años y en completa felicidad.


Alekandr Nikoalevich Afanasiev

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KINTARO



Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar nació un niño llamado Kintaro.

Kintaro creció muy fuerte y robusto y nadie podía rivalizar con el.

El siempre andaba con unos animales de montaña. Ellos eran sus amigos y con ellos practicaba el sumo todos los días.

Un día, Kintaro y sus amigos fueron a la montaña de enfrente para recoger unas castañas. Allí habían muchos castaños.

De repente apareció un oso muy grande que se dirigió a ellos: -¡Esta montaña es mía! ¡Y también lo son esas castañas! pero si me vencen en una batalla de sumo, ¡Se las daré!

Los animales se horripilaron pero Kintaro contesto... ¡Yo seré tu contrincante! y empezaron a luchar.

Al poco rato, Kintaro con todas sus fuerzas echo al oso al suelo.

Los animales se alegraron mucho y Kintaro se dirigió al oso: ¡Ahora tú eres nuestro amigo!

El oso contesto ¡Gracias! ¡Que persona mas estupenda eres!

Con el tiempo Kintaro se convirtió en un valiente samurai llamado "Sakatano Kintoki"

EL SAPO JUEZ



Una vez un hombre salió de caza con su hijo y derribó una gacela. Llegó la noche y todavía estaban en medio del bosque, lejos de su cabaña. Como tenían mucha hambre dijo el padre al niño:

-Nos quedaremos aquí y asaremos un trozo de la gacela que hemos cazado.

Y se puso a buscar dos ramitas con las cuales los negros encienden el fuego, pues los que no están en contacto con los blancos no conocen los fósforos.

Para hacer fuego frotan dos pedacitos de leña hasta que se encienden. Son ramitas especiales que no se encuentran en cualquier sitio.

A pesar de lo que buscaron no aparecía la ramita y el hombre vio a lo lejos algo que brillaba.

-Allá lejos debe haber fuego –dijo a su hijo-; ve por él.

El muchacho corrió hacia el sitio donde se veía el fuego, pero, al acercarse, vio espantado que las llamas eran los ojos de un león que rugía y le miraba colérico.

-¿Qué es lo que quieres? –le preguntó.

El pobre niño contestó temblando:

-Perdone si le molesto, señor León. Mi padre ha cazado una gacela y le invita a comer si le agrada.
La hambrienta fiera no dejó que se lo repitiera y se fue tras el negrito, pero al llegar dijo:

-¡Muy poco es esto para calmar mi hambre; vamos a hacer lo siguiente; que el niño se coma la gacela, después que el padre se coma al hijo y al final yo devoraré al padre.

El pobre hombre no sabía qué hacer, reunió todo su ingenio y contestó:

-Te obedeceremos después de haber oído a un juez.

Allí cerca estaba escondido un sapo, que lo había escuchado todo. Se infló y gritó con todas sus fuerzas:

-¿Qué os pasa? Si necesitáis un juez, aquí estoy yo...

Y el hombre le contó todo y rogó al juez invisible que le ayudase.

El sapo levantó todavía más la cabeza para gritar más fuerte, diciendo:

-Es muy sencillo: el muchacho debe comer la gacela; el padre, al hijo; el león, al hombre, y yo –aquí sacó un vozarrón terrible- me comeré al león, y todos estaremos en paz.

El león creyó, al oír esta potente voz, que el que hablaba era un animal gigantesco y echó a correr.

De esta manera salvó el sapo valiente al padre y al hijo de las garras del león.


Brazzaville, República del Congo

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http://www.bibliotecasvirtuales.com

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arcoirisdelavida.blogspot.com

DE CÓMO EL OSO HORMIGUERO ENSEÑÓ A BAILAR A LOS INDIOS



Esta risueña leyenda de Misiones, al norte de Argentina, atribuye al oso hormiguero el mérito de haberles enseñado, involuntariamente, la danza a los hombres.


Según una leyenda de los indios que habitan la selva misionera, Kadjurukré no fue solamente el fundador de la tribu, sino que también brotaron de él todos los animales que viven en la espesura.

El dios hacía esta labor creativa durante la noche, a la luz de las lejanas estrellas. Pero un amanecer, la claridad lo encontró dándole todavía forma al oso hormiguero, que los indios llaman tamanduá.

Apurado por terminar esa criatura antes que el sol se elevara sobre el horizonte, tomó una ramita larga y delgada y la metió en su boca, diciendo: “Ya es tarde para hacerte dientes, así que usa esta larga lengua para capturar hormigas.”

Y fue gracias al tamanduá comedor de hormigas que los hombres aprendieron a bailar.

Ocurrió así.

Cierto día, un indio volvió a su aldea muy asombrado por una aventura que le había sucedido. Contó a sus amigos que, andando solo por la selva, se le apareció en sentido contrario un tamanduá, que venía con la cabeza gacha olisqueando la tierra.

Casi se atropellan. El oso hormiguero, al ver ocupado el camino, se paró sobre sus patas traseras y levantó el hocico amenazadoramente.

El indio, que estaba sin armas, temió que quisiera atacarlo con esas zarpas larguísimas y tomando un palo, se preparó para defenderse.

Ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder terreno.

El indio trató de asustarlo con unos golpes. Pero el oso hormiguero resultó ser muy rápido. Cuando lo vio venir, esquivó el golpe saltando a la derecha, y el palo azotó ruidosamente la tierra. El indio volvió a golpear allí donde estaba el animal, y el tamanduá lo esquivó de nuevo saltando rápidamente a la izquierda. Y así siguieron un rato, el indio golpeando a derecha e izquierda, y el tamanduá saltando a izquierda y derecha. Hasta que el oso hormiguero comenzó a cansarse de tanto salto y con un gruñido decidió perderse en la espesura.

El indio contaba la historia, y mientras contaba, trataba de imitar los movimientos del animal. Los amigos que lo escuchaban querían parecer serios, pero acabaron doblados de la risa. Uno de ellos se puso a imitarlo, y pronto se le unieron los demás. Descubrieron que era muy divertido dar aquellos saltos de tamanduá.

Así comenzaron a danzar los hombres en aquella tribu. Primero saltando como tamanduá, después imitando a otros animales y finalmente inventando sus propios pasos, acompañados del ritmo de los tambores y de otros instrumentos que crearon.


Recopilación: Graciela Repún
Imagen: Viviana Agosti

KUZMA SKOROBOGATI

La Galería Tretiakov, Moscú, Rusia.
Obra de Alekséi Savrásov




Una vez vivía un matrimonio campesino que tenía un hijo, y éste, aunque buen chico, era tonto de capirote e inútil para los trabajos del campo.

- Marido mío -dijo un día la mujer,- no haremos nada bueno con este hijo y se nos comerá casa y hacienda; mándalo a paseo, que se gane la vida y se abra camino en el mundo.

Lo sacaron, pues, de casa, y le dieron un rocín, una cabaña destartalada del bosque y un gallo con cinco gallinas. Y el pequeño Kuzma vivía solo, completamente solo en medio del bosque.

La raposa olió las aves de corral que le ponían casi bajo las narices en el bosque y resolvió hacer una visita a la cabaña de Kuzma.

Un día el pequeño Kuzma salió a cazar y apenas se había alejado de la cabaña, la raposa (zorra) que estaba vigilando la ocasión, entró, mató una de las gallinas, la asó y se la comió.

Al volver el pequeño Kuzma quedó desagradablemente sorprendido al ver que faltaba una gallina, y pensó: "Se la habrá llevado un buitre".
Al día siguiente volvió a salir de caza, encontró por el camino a la raposa y ésta le preguntó:

- ¿Adónde se va, pequeño Kuzma?

- ¡Voy a ver que cazo, raposita!

- ¡Buena suerte!
E inmediatamente se deslizó hasta la cabaña, mató otra gallina, la coció y se la comió.

El pequeño Kuzma volvió a casa, contó las gallinas y vio que faltaba otra. Y se le ocurrió pensar: "¿No será la raposilla la que está probando mis gallinas?" Y al tercer día dejó bien cerradas la ventana y la puerta y salió como de costumbre. Se tropezó con la raposa, la cual le dijo:

- ¡Hola, pequeño Kuzma! ¿Dónde vamos?

- ¡A cazar, raposita!

- ¡Buena suerte!

Y corrió a la cabaña de Kuzma, pero éste se volvió tras ella. La reposa dio la vuelta a la casita y vio que la puerta y la ventana estaban, tan bien cerradas que no le era posible entrar. Entonces se encaramó hasta el tejado y entró dejándose caer por la chimenea.

Entonces entró Kuzma y cogió a la raposa.

- ¡Ah, ah! ¿Conque me honran las ladronas con sus visitas? Espera un poco, señorita, que no saldrás viva de mis manos.

Entonces la raposita empezó a rogar a Kuzma: - No me mates y te daré una novia muy rica en matrimonio. ¡Pero habrás de asarme otra gallinita, la más gorda, con unos chorritos del mejor aceite!

El pequeño Kuzma reflexionó y luego mató una gallina para la raposita.

- ¡Toma, raposita, come y que te aproveche!

La raposa comió, se lamió el hocico y dijo: - Detrás de este bosque se hallan los dominios del grande y terrible Zar Ogon (Fuego), su esposa es la Zarina Molnya (Relámpago), y tienen una hija, una bellísima Zarevna; con ella te casaré.

- ¿Quién va a querer a un pobre diablo como yo?

- Calla, eso no es cosa tuya.

La raposita fue a ver al Zar Ogon y la Zarina Molnya. Corrió sin parar hasta el palacio, entró, hizo una profunda reverencia y dijo:

- ¡Salud, poderoso Zar Ogon y terrible Zarina Molnya!

- ¡Salud, raposa! ¿Qué nuevas te traen por aquí?

- Vengo como agente de matrimonio. Vosotros tenéis la novia y yo tengo el novio, Kuzma Skorobogati.

- ¿Dónde está sepultado, que no viene él mismo?

- No puede abandonar su principado. Gobierna a los animales salvajes y se complace en vivir con ellos.

- ¿Y esa es la clase de novio que nos ofreces? Bueno, dile que nos mande cuarenta cuarentenas de lobos grises y lo aceptaremos como novio.

Entonces la raposita bajó corriendo a las praderas que se extienden por la falda del bosque y empezó a revolcarse por la hierba. Un lobo se le acercó corriendo y le dijo:

- Adivino que acabas de darte un gran atracón en alguna parte; de lo contrario no te revolcarías así.

- Ojalá no hubiera comido tanto. Me siento demasiado llena. He estado en un banquete con el Zar y la Zarina. ¿Quieres decir que no te han invitado a ti? ¡Imposible! Todos los animales salvajes estaban allí, y en cuanto a las martas y los armiños, eran incontables. ¡Los osos aun estaban sentados cuando me marché y comían como si tal cosa!

El lobo empezó a rogar a la raposa humildemente:

- Raposita, ¿podrías llevarme al banquete del Zar?

- ¿Por qué no? Escucha. Cuídate tú mismo de reunir para mañana a cuarenta cuarentenas de tus hermanos, los lobos grises, y yo os acompañaré a todos hasta allí.

Al día siguiente, los lobos se reunieron y la raposa los condujo al palacio de piedra blanca del Zar, los puso en filas, y anunció:

- Poderoso Zar Ogon y terrible Zarina Molnya, vuestro futuro yerno os envía un presente. Aquí tenéis toda una manada de lobos grises que vienen a rendiros homenaje, y su número es de cuarenta cuarentenas.

El Zar hizo pasar a todos los lobos a un encierro y dijo a la raposa:

- Si mi futuro yerno ha podido mandarme lobos como presente, que me traiga ahora otros tantos osos.

La raposa corrió al lado del pequeño Kuzma y le pidió que le asase otra gallina, la devoró en un instante y salió corriendo hacia las praderas del Zar. Junto al bosque empezó a revolcarse y no tardó en salir de la espesura un hirsuto oso, que, viendo a la raposa, se le acercó diciendo:

- ¡Hola, comadre! Bien se ve que te has hartado, de otra manera no te revolcarías tan contenta.

- ¡No lo sabes tú bien! Figúrate que vengo del banquete del Zar; había allí un sinfín de bestias y las martas y los armiños eran innumerables. Allí he dejado comiendo a los lobos, y que tienen una comida que hay para lamerse los dedos.

El oso empezó a rogar a la raposa que lo dejase ir allí:
- Raposita, ¿podrías llevarme al banquete del Zar?

- Con mucho gusto. Escucha. Reúne para mañana cuarenta cuarentenas de osos negros, y entonces os llevaré de mil amores; porque, de ti solo, el Zar no haría caso.

El oso recorrió todos los bosques pregonando la noticia y pronto pudo reunir el número de osos que la raposa exigía, y ésta los condujo al palacio de piedra blanca del Zar, los puso en filas y anunció:

- Poderoso Zar Ogon y terrible Zarina Molnya, vuestro futuro yerno os envía un presente de cuarenta cuarentenas de osos negros.

El Zar hizo pasar también a los osos al encierro y dijo a la raposa:

- Si mi futuro yerno puede mandarme tantos lobos y osos como presente, que me mande otras tantas martas y garduñas.

La raposa se apresuró a volver a lado de Kuzma, le mandó asar la última gallina y el gallo por añadidura, y cuando se los hubo comido en su honor, corrió a revolcarse por la hierba en las praderas del Zar.

Una marta y una garduña acertaron a pasar por allí y preguntaron:

- ¿Dónde has comido tan opíparamente, señora Raposa?

- ¿Cómo? ¿Vosotros vivís en el bosque y no sabéis que me veo honrada con la amistad del Zar? Hoy mismo le he llevado al banquete a los lobos y a los osos, y los muy tragones no saben cómo separarse de aquellos manjares tan exquisitos como en su vida habían probado.

Entonces la garduña y la marta empezaron también a suplicarle:

- ¡Queridita comadre! ¿Por qué no nos presentas también al Zar?

Nos contentaremos con mirar mientras los otros comen.

- Si queréis reunir cuarenta cuarentenas de garduñas y de martas, os prepararan un banquete para todas. Pero a un par sólo de vosotras os negarían la entrada en la corte.

Al día siguiente, las garduñas y las martas estaban reunidas sin faltar una, y la raposa las condujo a presencia del Zar Ogon; le ofreció los respetos en nombre de su futuro yerno y le hizo el presente de las cuarenta cuarentenas de garduñas y de martas.

El Zar aceptó el obsequio y dijo:

- ¡Gracias! Di a mi futuro yerno que venga en persona; deseamos verle y ya es hora de que conozca a su prometida.

Al día siguiente, la raposita se presentó de nuevo en la corte, y el Zar le preguntó:

- Y bien ¿dónde está nuestro futuro yerno?

A lo que contestó la raposa: - Me ha ordenado que os presente sus respetos y que os diga que hoy le será imposible de todo punto venir.

- ¿Cómo así?

- Está abrumado de trabajo, recogiendo todas sus cosas para venir, y ahora mismo acabo de dejarlo contando su tesoro. Precisamente os ruega que le prestéis un almud, porque ha de contar sus monedas de plata; sus almudes los tiene llenos de oro.

El Zar entregó a la raposa el almud sin comentario, pero dijo para sus adentros: "¡Magnífico, raposa! ¡Eso es caernos en suerte un buen yerno! ¡No todos pueden contar en almudes el oro y la plata, en estos tiempos que corremos!"

Al día siguiente, la raposa se presentó de nuevo en la corte y devolvió al Zar su almud (en cuyos ángulos había tenido la precaución de pegar unas moneditas de plata), y dijo:

- Vuestro futuro yerno, Kuzma Skorobogati, me ordena que os presente sus respetos y os diga que hoy estará entre vosotros con todas sus riquezas.
El Zar estaba encantado y ordenó que lo preparasen todo para la recepción de tan estimable huésped. Pero la raposa corrió a la cabaña de Kuzma, donde hacía dos días que el desgraciado estaba echado sobre la estufa, muerto de hambre y esperando. La raposa le dijo:

- ¿Por qué estás tan abatido? ¿No sabes que ya tengo para tu novia a la hija del Zar Ogon y de la Zarina Molnya? ¡Vamos a verlos en calidad de huéspedes y a celebrar la boda!

- Pero, raposa, ¿estás en tu sano juicio? ¿Cómo he de ir si no tengo ropa que ponerme?

- Haz lo que te digo. ¡Ensilla tu rocín y no te preocupes de nada!

Kuzma sacó el rocín del cobertizo, le echó encima una manta vieja, le puso las riendas, lo montó y siguió a la raposa a trote ligero. Ya llegaban cerca del castillo, cuando encontraron un puente que cruzaba un río.

- ¡Baja del caballo! -dijo la raposa a Kuzma.¬ ¡Sierra los pilares de este puente!

El pequeño Kuzma se puso a serrar con todas sus fuerzas los pilares, hasta que el puente se vino abajo con un crujido.

- ¡Ahora desnúdate, arroja el caballo y todas tus prendas al agua y revuélcate por la arena hasta que yo vuelva!

Dicho esto, la raposa echó a correr hacia el castillo donde esperaban el Zar y la Zarina, y se puso a gritar desde lejos:

- ¡Eh, padrecito! ¡Qué desgracia! ¡Socorro, socorro!

- ¿Qué sucede, raposita? -Preguntó el Zar.

- Que los puentes de vuestros dominios no son bastante fuertes.

¡Vuestro futuro yerno venía con todas sus riquezas y ese dichoso puente se hundió bajo el peso y toda la riqueza y toda la gente se ha ido al agua, y mi mismo amo yace junto al puente más muerto que vivo!

El Zar promovió un gran alboroto y chilló a los criados gritando:

- ¡Daos prisa, daos prisa, no perdáis tiempo; tomad de mi guardarropa lo necesario para Kuzma Skorobogati y preservadlo de todo mal!

Los criados del Zar corrieron cuanto les permitieron las piernas hacia el puente y vieron a Kuzma todo envuelto en arena. Lo levantaron, lo lavaron bien, lo vistieron con las ropas reales, le rizaron los cabellos, y lo condujeron con el mayor respeto a palacio. El Zar, lleno de gozo al ver a su futuro yerno libre de tan gran peligro, mandó tocar todas las campanas y disparar todos los cañones, y quiso que se celebrase la boda enseguida.

Coronaron a Kuzma como esposo de la Zarevna, y vivió en compañía de su suegro, cantando canciones todo el día. La raposa recibió los más altos honores de la corte y cuando la vida cortesana dejó de aburrirla, ya no sintió deseos de volver a los bosques.



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Imagen: foroxerbar.com